La mujer representa a mis ojos un mundo superdeterminado, en donde todas mis ideas de belleza, de poesía, de agresión, en donde mi alegría de vivir y su compañero inseparable - el terror a lo efímero -, la han tallado en las innumerables facetas de la nostalgia de la belleza. La mujer es para mi una divinidad que adoro por mi arte y a través de él. El pez y el ave, la mariposa y el beso, la flor quemante y mi ojo, la lengua del mar y los brazos blancos de la playa, los altos talones sonoros y la oreja que los acuna, todo es mujer en mi pintura. Por sus atributos seductores, ella se disimula, y se revela, se substrae y ataca, se desvía y se intensifica, pero jamás - no obstante - entrega una respuesta definitiva. Ella es una visión de metamorfosis, la que, cuando uno cree asirla, se oculta y se convierte, acaso, en un rayo luminoso. Ella se desliza entre arcos encorvados por la eternidad, un ojo observa. El ojo se convierte en un pez con la forma de un huso, el iris de su ojo se ha deslizado un tanto y forma la cabeza. El pez vuelve a ser una mujer con caderas redondas, la cabeza es un sol que lentamente se libera, para de nuevo resplandecer con el retrato eterno de mi mujer.
Mi mujer no consiste en productos de belleza patentados, ella no es para los estetas ni para los sillones, ella no se abstracta sino de naturaleza poética, inquietante. Ella encarna para mi lo extraño, lo perfecto de mi existencia:
La mujer es el mar con lentejuelas de mi vértigo,
es mi sol de eternidad que besa mi boca ciega,
el faisán de plata adornado para la danza,
la mirada fija de ave bajo las pestañas,
es mi mujer en la visión que despliega su rostro.
Actas surrealistas, antología de Braulio Arenas.
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